Escribo estas notas en medio de la llegada a la Florida, en un par de días, del Huracán Dorian. Probablemente cuando usted, amigo lector, las tenga a su alcance, ya sabremos que pasó, de que manera nos afectó y estemos en el proceso de recuperarnos de sus destrozos. También es probable que nada lamentable haya sucedido y ese sería sin duda el mejor escenario. De todas maneras, lo que si es un hecho, es que en circunstancias difíciles como las que rodean una tragedia de grandes proporciones como un huracán o un terremoto, los seres humanos muestran o bien lo mejor, o mal lo peor de sus valores personales.
Es cierto que hay algunos que se dedican a saquear y a hacer leña del árbol caído, pero esos son unos pocos de quienes se ocupan la justicia terrenal y la divina. Los que son más, y es a esos que quiero referirme, son los que hacen brillar lo mejor de sí mismos cuando sus semejantes lo necesitan. Son incontables las organizaciones, y vinculadas a ellas centenares de miles las personas que se dedican de lleno a ayudar al prójimo en momentos de angustia y necesidad. No tengo duda de que Dios sabrá recompensarlos a todos.
Pero no hace falta pertenecer a ninguna de estas organizaciones para hacer el bien a los demás. Cuando pasan por nuestra zona, e inclusive cuando apenas amenazan los acostumbrados ciclones que pueden resultar devastadores, al tiempo en que la ansiedad nos invade por la incertidumbre que invariablemente los acompaña, junto a los obvios temores que traen parece que vinieran junto a ellos estímulos que hacen que las personas muestren su cara mejor. Los vecinos ayudan a los otros vecinos con las protecciones de sus ventanas, cuando falta la luz se reúnen para espantar el tedio y los temores conversando, se comparten entre ellos los suministros que tengan y se ayudan entre sí para asegurar que todas las familias estén de la mejor forma posible.
En el proceso de preparación para la llegada de las tormentas, unos están pendientes de los otros para tener la certidumbre de que cuentan con lo que sea preciso, transporte si es que tienen que evacuar, localizar un refugio donde puedan llevarlo, compartir el agua potable o la gasolina, o el vehículo si es que hace falta. Eso muestra lo mejor de lo que somos y después del paso del ciclón, si causa daños, unos ayudan a otros para repararlos y obtener la ayuda externa que pueda facilitarles la vida.
Lo único malo es que esa solidaridad con frecuencia se demuestra pasajera. Una semana después del huracán las cosas vuelven a su cauce normal, los vecinos apenas se saludan y los amigos pasan a un segundo plano, después del trabajo y las obligaciones diarias. Que bueno sería que esa afectuosidad que perece venir entre los vientos de un ciclón permaneciera entre nosotros a lo largo del tiempo, muchos años más allá de que después de la tempestad haya llegado la calma.

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